En un contexto social en el que, como
hemos reiterado en multitud de ocasiones, es menos interesante la
profundización en los mensajes, que el efecto sorpresa del titular, estamos
dirigidos mentalmente por el volumen de las audiencias.
En efecto es mucho más influyente la
medición, supuestamente veraz, del resultado de la efectividad de un discurso,
que del propio contenido.
Lo hemos comprobado en las últimas
campañas electorales. Bueno, en realidad, lo veníamos comprobando desde años
atrás. Apenas nadie lee los Programas que presentan los distintos partidos. En
realidad, apenas se redactan programas, en el sentido estricto.
Ahora, convienen más los decálogos de
medidas resumidas. Los dípticos repletos de imágenes. Y sobre todo, las
campañas remitidas desde las redes sociales que multiplican el añejo “ boca a
boca”. Incluyendo las denominadas, de toda la vida, mentiras.
Puede parecer una frivolidad pero, lo
cierto es, que solo las élites, fundamentalmente intelectuales, son aquellas que verdaderamente se preocupan por
lo que pudieran decir las letras pequeñas del catálogo de ofertas que nos
presentan. Si bien es verdad, que, en ocasiones, aunque sólo sea de un modo
efectista, algunos se preocupan de elaborar un denso producto difícil de digerir
para una mayoría acostumbrada a que todo vaya demasiado rápido.
Hay que reconocer que, sobre todo desde
la izquierda, se siguen los modelos participativos. Se escucha a numerosos
colectivos. Se recogen propuestas. Se suman a iniciativas que finalmente identifican
a la sociedad que se ve reflejada en los documentos.
Sin embargo, la rentabilidad se mide en
concepto de masas. El número es más determinante que el principio. El no
detenerse mucho tiempo en lo mismo resulta más operativo que el debate sin límites.
De esta manera, al final se trata de
definir quién es capaz de conseguir ser atractivo para la audiencia. Y ésta, a
su vez, no se tiene por qué ver reflejada en la razón, si no en el volumen.
Así, las voces. Así, el ruido.
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