Hipatia, la gran filósofa griega, si bien
natural de Egipto, brilló enormemente en las matemáticas y en la astronomía
y fue un hito para el pensamiento de los
siglos posteriores. Pues bien, he leído,
que una de sus enseñanzas célebres y que debería tener gran trascendencia para
el devenir actual, fue la reivindicación del derecho a pensar.
Sí, pensar como un derecho, pues incluso
pensar erróneamente, es mucho mejor que no pensar. Digo esto, porque, inmersos
en un mundo de lo esquemático, de la divulgación a través de decenas de
caracteres, de la implosión de la imagen en detrimento de la reflexión, nos
perdemos el silencio. El espacio
reposado. La razón frente a la imposición. La convicción sobre la victoria.
Ayer, sin ir más lejos, pude ver, una vez
más, como un grupo de padres se enzarzaban en una pelea a patadas y puñetazos
por una trifulca en un partido de fútbol de sus hijos pequeños. Educación en
valores. No son, en la mayoría de los casos, los niños los necesitados de
aprender, son sus progenitores. Aquellos que deberían ser su ejemplo y son, en
momentos como estos, su vergüenza. Con el agravante que les muestran, en
numerosas ocasiones, las líneas a seguir para resolver los conflictos en sus comportamientos
futuros.
Prefiero la diferencia, no poseer la
razón absoluta, como pretenden algunos, pero al menos expresarme a través de la
palabra. Combinar retórica con acción y pausa para escuchar al otro. Mirarme en
las terceras personas.
Ser capaz de rectificar, sin por eso
tener que abandonar mis convicciones más profundas. Asimilar lo bueno de los
demás que enriquece o modifica lo propio.
Caer para luego levantarme. Seguir con la
vista puesta al frente pero con la mochila cargada de un pasado del que no
puedo, ni quiero, prescindir.
En definitiva pensar como sinónimo de
estar vivo, evitando adormecerme con lo que me digan, sin antes tener la
posibilidad de cuestionarlo. Y a la vez, cuestionar lo que digo, cuando, con
elementos suficientes de juicio me demuestran que otro mundo es posible.