Hace unos días leía la historia de una
cooperante española asesinada. Se hablaba que había encontrado la razón de su
existencia en los demás. Que vivía en ellos.
Se llegaba al instante tremendo, que
tantas veces hemos escuchado, de percibir cómo la existencia se vaciaba,
precisamente en aquellos contextos donde había plenitud de posibilidades
materiales para desarrollarse.
La sensación evanescente en la que todo
se esfuma. Todo desaparece. Nada permanece, la tenemos, día a día, cuando no
reflexionamos. Cuando no pausamos. Cuando no interiorizamos las decisiones.
En la vida pública se producen
frecuentemente comportamientos bipolares. Excrecencias dialécticas de las que
luego nos arrepentimos. Como solemos decir de manera coloquial: “prontos”.
Por eso, imbuidos de una civilización
donde se prima la inmediatez, es el momento de reivindicar la profundización.
La lectura serena y tranquila de los acontecimientos. El combate del esfuerzo
por convencer al adversario que, únicamente, se gana cuando eres capaz de
demostrar que no es la sonoridad de unos aplausos, o el estilo soez de tu forma
de expresar, la que levanta los ánimos, sino, la certeza de la bondad de tus
argumentos. Con más o menos silencio.
Ahora, con el comienzo del otoño, nos
entran las prisas por llevar a cabo, sin dilación, los objetivos anuales.
Despreciemos la luz de lo instantáneo y recorramos los vericuetos de las
subidas y las bajadas, de los aciertos y los errores, del caminar cuatro pasos aunque retrocedas dos.
Aprendamos a escuchar más allá de
nuestras propias voces. En los otros está la sabiduría. Corramos con pasión,
una y otra vez. No dejemos nada al albur del triunfo de lo esporádico.
Busquemos consolidar el progreso.