domingo, 25 de octubre de 2020

LETRAS

Esta semana he asistido a la presentación del último libro de Isidro Timón en la Biblioteca Pública del Estado de Cáceres. Se ha dado la circunstancia que han coincidido varios elementos que me ayudan a reflexionar sobre la importancia, nunca expuesta con suficiente fuerza, de la lectura. En primer lugar, me llamó positivamente la atención el proyecto, dentro de la celebración de la semana de las escritoras, de la lectura y simultánea grabación, de un texto. Yo elegí a Josefina Aldecoa que une su profesión de maestra con la vinculación al desarrollo de la transformación de las costumbres de su época. Pero, centrándonos en el acto, pudimos comprobar el celo con el que se cuidaba su celebración. Todos éramos conscientes de que debemos mantener la cultura viva. Lo necesitamos. Así se hizo y funcionó. Me encantó el detalle de la presentadora, Pilar Galán, al plantear esta presentación como un diálogo entre autor y presentadora. Se iban sucediendo las preguntas y respuestas y el público enriquecía su intelecto con estas píldoras tan agradables de tomar. Se vio la vida a través de los ojos y de la imaginación. Se recreó la realidad. O simplemente se mutó. Se transformó en nuevos y múltiples finales para cada una de las historias. Se dejaba abierta la posibilidad de soñar o también de ser cronista de realidades. Se hizo hincapié en la relación de los tres géneros: poesía, teatro y narrativa. Se aludió al hecho creativo. A las anécdotas. Y se leyó. En ese sentido, días después resonaban en mi mente las palabras del filósofo José Antonio Marina en un programa de televisión. Uno de los problemas de las generaciones actuales, no es la ausencia de la lectura o la pasión por ella. Es la falta de reflexión. Si queremos comprender cualquier hecho, debemos profundizar. El habituarnos a expresarnos con pocos caracteres nos hace perder la posibilidad de la dialéctica. Distraernos con el grito, con el trazo grueso, con la escasez de ideas. Nos hace sin duda más pobres.

domingo, 18 de octubre de 2020

VALORAR

Al igual que sucede con expresiones de motivación como: “ vamos a salir más fuertes” “ juntos podemos” o el mítico “ resistiré”, hoy quiero tomar como referencia una frase que ha venido adornando, con cierta nostalgia, nuestra visión de la vida, antes de la pandemia. “Éramos felices y ni siquiera lo sabíamos”. ¿Qué se quiere mostrar con estas palabras? El valor de lo sencillo. La importancia de lo cotidiano. La asunción de que la costumbre, por muy rutinaria que nos parezca, contiene una elevada dosis de suficiencia para llenar de color nuestros días y sobre todo para dotarlos de tonos grises cuando la perdemos. Siempre hemos oído a la gente quejarse de multitud de elementos que nos rodean: el trabajo cuando se nos hace pesado, el calor, el frío, la lluvia o la sequía, el viento o la calima en su defecto. El ruido de los niños cuando no nos dejaban concentrarnos en la lectura o descansar pausadamente en un banco. El lento discurrir de los coches, bien cuando nos pillaba un atasco a la entrada de una ciudad, bien cuando comenzábamos o terminábamos una jornada laboral. La espera en la atención en un comercio o a la entrada de cualquier espectáculo deportivo, cultural o social. La conversación que nunca se acababa con un interlocutor que parecía carecer de prisa o no tener compañía… En definitiva, todo aquello que hacíamos antes con cotidianeidad y que ahora hemos perdido o que estamos tardando en recuperar. Así nos pasa, que siempre que nos resulta posible, ejecutamos alguna acción de las que hace tan sólo unos meses eran habituales y la sobredimensionamos en la escala de satisfacciones personales. Por consiguiente, me parece importante, que en el momento de abrir la boca para expresar cualquier imagen que nos viene de lo que nos está pasando, deberíamos echar la vista atrás, coger fuerzas y pensar que, en la mayoría de las ocasiones, haríamos todo lo que estuviera en nuestras manos por volver a quejarnos como antes. Éramos felices…

domingo, 11 de octubre de 2020

NACIONALISMOS

Siempre me ha parecido que primar los sentimientos sobre las necesidades objetivas de la gente es, cuanto menos, insolidario. De eso se trata cuando hablamos de nacionalismos. De cualquier nacionalismo. El hecho de creer que lo más importante es la Nación, sublimarla hasta despreciar, o incluso, considerar antagónico al que te rodea, lo considero un síntoma de desprendimiento de la búsqueda del bien común. Y por consiguiente me parece todavía mucho más contradictorio cuando se reivindica desde la izquierda. Los progresistas, si por algo nos hemos caracterizado ha sido por luchar contra las desigualdades. Precisamente lo opuesto a lo que se persigue con el ansia nacionalista. Ellos creen, en el extremo de sus ambiciones, en la diferencia máxima: a lo largo de la Historia han defendido el hecho de poseer una lengua autóctona, una raza superior ( hasta un ADN exclusivo), un territorio al que ponían las limitaciones de forma tan arbitraria como quien dibuja las fronteras con un lápiz en un papel sin entrar en ninguna consideración, más allá de la expansión y la expulsión del “otro”. Entrando en lo doméstico, la solución a los problemas universales no puede venir, desde luego de la imposición, sino de la cooperación. Pero, del mismo modo, no puede nunca valer el “sálvese quien pueda”. Hace unos días escuchaba en una televisión a un dirigente independentista. Afirmaba algo así como que menos mal que no había hecho caso al Gobierno de España y habían decidido hacer, por su cuenta, compras particulares de material sanitario. De este modo, los ciudadanos de su Comunidad habían podido disfrutar de guantes, mascarillas… que en otros lugares de España escaseaban. Y lo decía presumiendo. Con orgullo de patriota. Ah, como decía Enrique Bunbury, “ los nacionalismos, qué miedo me dan”.

lunes, 5 de octubre de 2020

EJERCICIO FÍSICO

En esta alboreada del otoño, compruebo como cada día se inundan nuestras calles, parques y caminos de gente haciendo deporte. Cualquier modalidad es positiva para hacer ejercicio físico. Caminantes, corredores, patinadores, ciclistas, jugadores de voleibol al aire libre, junto con un sinfín de deportes de equipo, conforman un paisaje que a mi me sume en un gran placer. Quizás es ese intervalo de temperaturas. Cuando se rozan los 20 grados el que hace que salgamos de nuestras calles con menor pereza. Quizás sea ese deseo de vivir. Como ayer comentaba con unos trabajadores de El Cuartillo parafraseando a aquel entrenador de fútbol que animaba a seguir adelante “partido a partido”. En efecto, de eso se trata, de disfrutar de nuestra existencia como si no hubiera un mañana. De levantarnos felices por encontrarnos. De sacudirnos los malos sentimientos que nos ocasionan las desgracias que continuamente estamos habituados a padecer. Esa sensación, mística en ocasiones, que mezcla el sacrificio con el gozo. Ese intento de continuar sin parar. De acelerar nuestros corazones. Por motivos muy variados siempre vamos a encontrar un objetivo. Lo adaptaremos a las circunstancias que nos rodean. Lo envolveremos en las preferencias que cada uno elija. Lo distribuiremos en el tiempo según las capacidades o las posibilidades que se nos ofrecen. Buscaremos estímulos. Referentes. Modelos a imitar. Pero a la vez lo seremos para aquellos que nos rodean. Animaremos a que se incorporen a la actividad desplegada. Y sobre todo, pretenderemos que haya continuidad. No se trata de hacer una lista de propósitos por realizar, para abandonarla a la mínima desesperanza o cuando intuimos que se frustran nuestras expectativas. Ha llegado el ejercicio físico universal. Y ha venido para quedarse.