A medida que cambia el tiempo
supuestamente evolucionan las sociedades. Sin embargo, persisten problemas, que
a fuerza de convivir con ellos, los damos por irresolubles o apenas ponemos más
ímpetu en nuestras quejas que el lamento (salvo, eso sí, cuando nos afecta
directa y personalmente).
Ahora son los refugiados los que inundan
nuestras retinas. Una vez más revivimos imágenes de otros tiempos. Una vez más
desenmascaramos fantasmas que pensábamos enterrados. Una vez más, tratamos de
expiar nuestra responsabilidad buscando culpabilidades ajenas.
Quizás, el origen de este desaguisado
está en que no sabemos, o no queremos, hacer cumplir las normas de convivencia
de las que nos dotamos. Firmamos Tratados Internacionales cuando se terminan
las guerras mundiales. Nos acogemos a Convenciones y acudimos a solemnes
Conferencias, con multitud de países, donde proclamamos el establecimiento de
nuevas formas de relación entre el norte y el sur, el este y el oeste. Todo en
aras de la sostenibilidad del planeta, de la necesidad de supervivencia de la
especie.
Para ello lo adornamos con la creación de
Asociaciones raíces sectoriales: seguridad, alimentación, infancia,
desplazados…. Pero lo fundamental, la pervivencia de los derechos, se vulnera
una y otra vez.
Allí donde hay derechos debe haber
obligaciones. Y esto es lo que parece que brilla por su ausencia, tanto en los
países más desarrollados como en las capas sociales que podrían contribuir a
paliar los desequilibrios.
¿Hay un límite a la hora de establecer la
obligatoriedad del cumplimiento de un derecho social? En efecto, los derechos
nacen, parafraseando la expresión que se le atribuye a Eva Perón, donde hay una
necesidad.
Así pues, independientemente del lugar
y/o del tiempo, cuando alguien precisa de la ayuda de un semejante puede y debe
tener la mano tendida. Pero, claro, eso quedaría al albur de la voluntad. Yo
prefiero la consolidación que dan las normas. Cuando se cumplen, evidentemente.
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