En ocasiones hay ciertos individuos que
no son capaces de alcanzar sus metas por falta de una estructura social que les
proteja, les de forma, cobijo o impulso. Se mueven sin rumbo, y al socaire de
los acontecimientos, pueden cambiar de actitud y casi diría de compromiso,
cuando no se comportan con ideas fijas. Al margen de que todos los datos les
indiquen que se equivocan, siguen en lo que coloquialmente conocemos como “sus
trece”. Eso es la anomia.
Algo parecido les pasa a determinados
grupos políticos que han querido mostrarse a la ciudadanía con una imagen de benignidad cruzada con beligerancia
y defensa de los más desfavorecidos, pero que a la hora de la verdad, muestran
desconocer lo que es el funcionamiento de las instituciones, sus plazos, sus
formas y lo que, en el lenguaje parlamentario se denomina negociación.
Su lenguaje se preña de expresiones,
comprensibles para la mayoría, eso sí, tales como “estamos cansados, hartos, no
nos fiamos, es una falta de respeto a la ciudadanía…” Quieren lo que buscan, pero lo quieren ya.
Se muestran remisos a la responsabilidad,
pues se vive muy bien en el entorno de la denuncia. Es muy rentable
sociológicamente y no suele tener los perjuicios ni las posibles
damnificaciones del que sabe, puede y quiere asumir riesgos.
Se puede uno rodear de colectivos a los
que llenar la cabeza de propuestas pero salir huyendo si te plantean
inmiscuirte directamente. Antes se conocía como la teoría del “capitán araña”.
Tiene también sus cosas buenas: viven en
su mundo idealizado, bajo las premisas de que la utopía es posible, sin
preguntarse ¿cuándo? y sobre todo sin atreverse a discernir que sucede mientras
tanto. Qué se puede hacer para paliar los desastres anunciados. O bien si
existen vías intermedias o caminos que te lleven a un buen fin.
Quizás, con el tiempo, logren generar
sinergias de acercamiento o de posibilismo a sus afines. Ahora, apresurados por
la presión de los resultados electorales, quieren tocar el cielo. Pero antes
hay que vivir en la tierra.
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